Quizás para los traumas históricos no hay música recordable en la atmósfera de su violento acontecer. Es casi liviano pensar qué melodía sonaba a través de alguna ventana abierta cuando llegaban los aparatos de seguridad ametrallando lo que se moviera en el domicilio marcado. Tal vez, la cortina musical del noticiario teve, donde se mostraban los cuerpos violáceos producto de algún “enfrentamiento entre terroristas”.
En la película argentina “Garaje Olimpo”, los torturadores escuchan a Los Cinco Latinos masacrando a sus victimas al ritmo de “Dímelo tú, no me atormentes, quiero saber”. La voz pituda de Estela Raval brotaba por las alcantarillas de ese sótano y los transeúntes pisando las rejas de la cuneta no sospechaban que esa música nuevaolera operaba como tapabocas o distracción para camuflar el desgarro de la tortura. En este film, el siniestro “Dímelo tu” sonaba continuamente en una pequeña radio que acompañaba el cansancio laboral de los agentes, relajándose en un break para tomar un mate tarareando el “Dímelo tu, no me atormentes”. El estribillo de la canción seguía trinando, mientras algún doctor le tomaba el pulso al detenido boqueando bilis amarga. Arriba, la calle como si nada, la ciudad porteña iba y venía en sus continuos trámites rutinarios: la señora comprando el pan fresco, el policía dirigiendo el tránsito con su silbato, los escolares corrían para alcanzar el colectivo, algunos ciudadanos se aglomeraban en el kiosco leyendo los titulares de las revistas del espectáculo: “Julio Iglesias le canta a América”. Parecía un paisaje feliz, un país de doble filo, con dos caras, como un disco que por un lado sonaba alegre el “Dímelo tú”, y por el reverso se interrumpía con la baja de electricidad al chirriar los voltios de la parrilla.
En los subterráneos de la dictadura chilena, tal vez la música era parecida, también interpretada por algunos nueva oleros, aunque Alvaro Corbalán, uno de los jefes de la organización de la tortura, era adicto al folclore y tocaba la guitarra con cantantes protegidos del régimen. Entre ellos, Tito Fernández, un folclorista cercano a la nueva canción chilena en la Unidad Popular, quién fue detenido junto a otros tantos después del golpe. Y luego de algún tiempo de reclusión, lo dejaron en libertad y nunca dijo qué le había ocurrido en esas mazmorras. En cambio, apareció un día en la televisión, en el programa de Don Francisco cantando y echando la talla con el gordo como si nada. Tito Fernández fue un cantor del machismo doméstico, que nunca tuvo una producción musical interesante ni comprometida, y pasó colado la censura cantándole a la tradición familiar. Así se hizo una cara protagónica en los show estelares de la dictadura con su aplaudido valsecito lagrimero. Nunca más se acordó de la Peña de Los Parra donde de seguro conoció a Víctor Jara y le dieron trabajo cuando llegó a la capital siendo un desconocido. En plena dictadura tuvo su espacio, hizo amistad guitarrera con Alvaro Corbalán, quién se paseaba por los camarines de los artistas de la tele con toda propiedad. Es posible imaginarlo alguna noche de aquel tiempo de pesadilla zandungueando con Maria Pepa Nieto, una española tetuda que calentaba la tele del horror. “A Corbalán, lo conocían y trataban muchos artistas”, declaró Fernández hace poco en una entrevista, tratando de justificar su compadrazgo con este oscuro personaje. Lo cierto era que todos sabíamos quién era el amigo de Fernández. Como no identificar a uno de los torturadores más conocidos del régimen, sobre todo por su protagonismo en la farándula televisiva. En algún acto de izquierda a Fernández lo pifiaron a rabiar, ya se decía en el exilio que había que tener cuidado con él. Incluso hace algunos años, cuando la justicia sometió a proceso a Corbalán, se vio al cantor de la casa nueva y el vino bigoteado llevándole una pizza a su amigo en prisión. LND.Pedro Lemebel.
En la película argentina “Garaje Olimpo”, los torturadores escuchan a Los Cinco Latinos masacrando a sus victimas al ritmo de “Dímelo tú, no me atormentes, quiero saber”. La voz pituda de Estela Raval brotaba por las alcantarillas de ese sótano y los transeúntes pisando las rejas de la cuneta no sospechaban que esa música nuevaolera operaba como tapabocas o distracción para camuflar el desgarro de la tortura. En este film, el siniestro “Dímelo tu” sonaba continuamente en una pequeña radio que acompañaba el cansancio laboral de los agentes, relajándose en un break para tomar un mate tarareando el “Dímelo tu, no me atormentes”. El estribillo de la canción seguía trinando, mientras algún doctor le tomaba el pulso al detenido boqueando bilis amarga. Arriba, la calle como si nada, la ciudad porteña iba y venía en sus continuos trámites rutinarios: la señora comprando el pan fresco, el policía dirigiendo el tránsito con su silbato, los escolares corrían para alcanzar el colectivo, algunos ciudadanos se aglomeraban en el kiosco leyendo los titulares de las revistas del espectáculo: “Julio Iglesias le canta a América”. Parecía un paisaje feliz, un país de doble filo, con dos caras, como un disco que por un lado sonaba alegre el “Dímelo tú”, y por el reverso se interrumpía con la baja de electricidad al chirriar los voltios de la parrilla.
En los subterráneos de la dictadura chilena, tal vez la música era parecida, también interpretada por algunos nueva oleros, aunque Alvaro Corbalán, uno de los jefes de la organización de la tortura, era adicto al folclore y tocaba la guitarra con cantantes protegidos del régimen. Entre ellos, Tito Fernández, un folclorista cercano a la nueva canción chilena en la Unidad Popular, quién fue detenido junto a otros tantos después del golpe. Y luego de algún tiempo de reclusión, lo dejaron en libertad y nunca dijo qué le había ocurrido en esas mazmorras. En cambio, apareció un día en la televisión, en el programa de Don Francisco cantando y echando la talla con el gordo como si nada. Tito Fernández fue un cantor del machismo doméstico, que nunca tuvo una producción musical interesante ni comprometida, y pasó colado la censura cantándole a la tradición familiar. Así se hizo una cara protagónica en los show estelares de la dictadura con su aplaudido valsecito lagrimero. Nunca más se acordó de la Peña de Los Parra donde de seguro conoció a Víctor Jara y le dieron trabajo cuando llegó a la capital siendo un desconocido. En plena dictadura tuvo su espacio, hizo amistad guitarrera con Alvaro Corbalán, quién se paseaba por los camarines de los artistas de la tele con toda propiedad. Es posible imaginarlo alguna noche de aquel tiempo de pesadilla zandungueando con Maria Pepa Nieto, una española tetuda que calentaba la tele del horror. “A Corbalán, lo conocían y trataban muchos artistas”, declaró Fernández hace poco en una entrevista, tratando de justificar su compadrazgo con este oscuro personaje. Lo cierto era que todos sabíamos quién era el amigo de Fernández. Como no identificar a uno de los torturadores más conocidos del régimen, sobre todo por su protagonismo en la farándula televisiva. En algún acto de izquierda a Fernández lo pifiaron a rabiar, ya se decía en el exilio que había que tener cuidado con él. Incluso hace algunos años, cuando la justicia sometió a proceso a Corbalán, se vio al cantor de la casa nueva y el vino bigoteado llevándole una pizza a su amigo en prisión. LND.Pedro Lemebel.