Tuesday, December 26, 2006

La música chilena bajo Pinochet


Por Marisol García - La Nación
Sabíamos de su gusto por los libros de historia, los mariscos y el trote. Pero jamás trascendió qué música privilegiaba Augusto Pinochet en la intimidad. Se adivinaba que tras la contratación al Festival de Viña de baladistas como Roberto Carlos se estampaba el fanatismo de Lucía Hiriart, a quien su marido acompañó en el palco cuando, en 1975, se apareció el hombre de “Detalles”. Pero ni entonces el capitán general parecía particularmente entusiasmado. Salvo un par de canciones, pocos músicos lo emocionaron de verdad.

El siguiente es el retrato parcial de una faceta que apenas se ha asomado en el debate sobre las consecuencias culturales de la dictadura chilena. En septiembre de 1973, la Junta Militar se hizo cargo de un país que bullía de creatividad musical, y que al fin lograba afirmarse en una continuidad de publicaciones, figuras y festivales como los que laten en todo país sano. A punta de balas, exilio, censura y vulgaridad, la administración de Pinochet silenció un pilar de identidad que aún no logramos reconstruir del todo.
FOLCLORE NORTINO AL FREEZER
No se habían cumplido ni tres meses del golpe y la dictadura ya había asestado acaso sus golpes más fieros contra la música chilena. Antes del fin de 1973, ningún gremio artístico lloraba más bajas.
Del movimiento de Nueva Canción Chilena, casi no había nombre a salvo: Víctor Jara había terminado sus días con 44 balazos en el cuerpo, y Ángel Parra pasaba por centros de detención y tortura antes de partir a exiliarse a México. Eran novedades de las que debían enterarse a la distancia los otros nombres emblemáticos del género, pues de sus respectivas giras europeas, Inti-Illimani y Quilapayún simplemente no pudieron volver. Súbitamente, gente como Isabel Parra y Patricio Manns habían pasado de las cumbres de los rankings a la clandestinidad, el asilo y el exilio. También el destierro forzado dividió profundamente las carreras de, entre otros, “Payo” Grondona, Charo Cofré, el “Gitano” Rodríguez, y parte de los grupos Cuncumén y Quelentaro.
La Nueva Canción Chilena había sido un movimiento tan íntimamente asociado a la UP, que la Junta Militar consideró su extinción un asunto de primera necesidad. Las oficinas con el estudio de Dicap (sello disquero de las JJCC y catálogo para casi todo el movimiento), en calle Sazié, fueron allanadas esa misma semana. Se incautaron, rompieron y/o quemaron cintas con música aún inédita, según recuerda Ricardo Valenzuela, entonces director general del sello, detenido horas después del bombardeo a La Moneda. Hoy que los audios se guardan en computadores desconocemos el valor único que entonces tenían las llamadas cintas-máster, cuya inexcusable destrucción en sellos pequeños y transnacionales explica una de las mayores taras de nuestra memoria cultural.
Aunque no recuerda la fecha exacta, el productor Camilo Fernández cuenta de una reunión que hacia fines de 1973 se realizó en el edificio Diego Portales, y a la que el entonces ministro secretario general de Gobierno, coronel Pedro Ewing, lo convocó junto a los ejecutivos de las tres principales disqueras con sede en Chile, EMI, Philips y RCA:
“Su interés era que dejásemos de grabar música que, en sus palabras, atentaba contra la nueva institucionalidad. De modo especial nos pidió abstenernos de difundir folclore nortino”.
La razón del recelo hacia la también llamada “música andina” se explicaba en parte por la difusión masiva que durante la UP había tenido el tema instrumental “Charagua”, de Inti-Illimani, como cortina característica de Televisión Nacional. “Eso hacía que, según Ewing, el gobierno de Allende se asociara a la música nortina”, continúa Fernández. “Yo, que era el único chileno de los convocados, le respondí que qué culpa tenía el norte del uso que le había dado el Gobierno. Recuerdo que mi ejemplo fue: ‘Es como si usted nos prohibiera usar la bandera chilena porque se enarboló en muchísimas tomas’. Su reacción fue, para mí, inesperada. Me dio la razón inmediatamente: ‘Entonces les pido, por favor, que pongan la música del norte por un tiempo en el freezer’. Freezer: ésa fue la palabra. Y ahí terminó la reunión”.
No había tiempo para sutilezas. Tras ser liberado de ocho meses de detención, Ángel Parra le hizo llegar al propio Ewing una carta manifestándole su intención de seguir cantando en Chile. La respuesta que recibió fue tajante: “Decía que mi voz, mi estilo y mi cara recordaban a la Unidad Popular. Y que eso era algo que en el país se encontraba prohibido”.
EL “ASESOR ARTÍSTICO” DE LA JUNTA
En el contexto de una institucionalidad cultural menos que precaria, la política oficial hacia la música fue una mezcla de saña y torpeza, prejuicio e improvisación. A poco de instalada en el poder, la Junta Militar contactó a Benjamín Mackenna, de Los Huasos Quincheros, para asesorar al régimen en lo que entonces se identificó como “relaciones culturales”. En su estudio homónimo sobre la Nueva Canción Chilena, el investigador René Largo Farías registra el testimonio del folclorista Héctor Pavez sobre una reunión de fines de 1973 a la que fue convocado junto a músicos como Hilda Parra, Homero Caro y algunos integrantes del Cuncumén, y en la que un grupo de militares encabezado por el coronel Ewing y el propio Mackenna creyeron conveniente indicarles lo siguiente:
“Nos dijeron la firme: que iban a ser muy duros, que revisarían con lupa nuestras actitudes, nuestras canciones, que nada de flauta, quena ni charango; que la ‘Cantata Santa María’ era un crimen histórico de ‘lesa patria’ [...]; que los Quilapayún eran responsables de la división de la juventud”.
En muy contadas ocasiones se ha referido Benjamín Mackenna a sus labores de asesoría a la dictadura. En entrevista de hace nueve años con “El Mercurio”, el músico describió su función como “una labor de extensión cultural. Nunca fui censor ni nada [...]. Mi labor era desarrollar proyectos culturales en el país. Pero creo que fue un error mío haber participado activamente, sin desconocer que tenía una adhesión al Gobierno militar, porque creo que eso identificó al grupo”.
De eso sí que no hay dudas. Los Huasos Quincheros hasta se ganaron el cupo artístico para representar a Chile en el acto inaugural del Mundial de Alemania 1974 (tras el cual no pudieron librarse de los golpes de compatriotas exiliados). Siete años más tarde serían de nuevo Los Quincheros los encargados de darle en Santiago una bienvenida de tonadas y cuecas al polémico Henry Kissinger.
Los músicos de izquierda que se libraron del exilio o la cárcel aprendieron de a poco el modo en el que el autoritarismo inocula el germen de la autocensura. Bandas como Los Blops, Los Jaivas e Illapu simplemente no soportaron quedarse en un país bajo toque de queda y casi todos sus espacios culturales cerrados, y terminaron por partir al extranjero o disolverse. Quienes se quedaron, como Congreso, sólo pudieron hacerlo concibiendo su trabajo como una causa.
“Sé que hoy suena como un acto heroico, pero en esas circunstancias tú no podías sentirte más que el grueso del pueblo de Chile”, explica ahora Pancho Sazo, vocalista del grupo de Quilpué. “Había gente jugándose la vida; entonces cantar era, creo yo, lo mínimo moral aceptable”.
En ese clima generalizado de temor, en el que cualquier disco con una canción contingente era considerado “material subversivo”, y en el que cada recital debía ser aprobado previamente por la intendencia, precaución y estupidez se parecían a veces demasiado. En el libro “La era ochentera”, los periodistas García y Contardo reúnen varios ejemplos de la más ramplona censura, desde la vez que se impidió que “Gracias a la vida” ganara un concurso en Televisión Nacional, a la revisión por parte de los militares de cada verso que se ejecutaría ante las cámaras, incluyendo los 24 “ay” del “Ay, ay, ay” de Osmán Pérez Freire.
Allí donde a los uniformados más les pesaba su rigidez era frente a cantautores de difícil clasificación. Un caso emblemático fue el de Fernando Ubiergo, el cantautor que en 1978 ganó el Festival de Viña con un tema de letra ambigua: “El tiempo en las bastillas”. Sin vínculo alguno con la generación de músicos simpatizantes de la UP, de llegada rápida entre el público femenino y un gusto por la ropa sencilla y blanca, Ubiergo era un artista atractivo para la redefinición cultural que pretendía la dictadura. Pero el cantautor fue el ahijado que Pinochet nunca pudo llegar a tener. Las tres veces que el comandante en jefe le hizo llegar invitaciones personales para conocerlo (la primera de ellas, al día siguiente de ganar Viña), Ubiergo se atrevió a negarse. El desdén tendría sus costos.
“Cuando estoy a punto de editar mi segundo disco [“Ubiergo”, 1979], la gente de IRT me comunica que ‘por órdenes superiores’ debo retirar cinco canciones”, recuerda el músico y hoy presidente de la SCD. Los títulos cuestionados eran probablemente más conflictivos por sus autores que por su contenido: “Poema XV”, de Pablo Neruda; “Te recuerdo, Amanda”, de Víctor Jara; “La era está pariendo un corazón” y “Canción del elegido”, de Silvio Rodríguez; y uno del propio Ubiergo (“Tango smog”). “Me opuse rotundamente, y ahí comenzó un proceso dramático, durante el cual llegué incluso a esconderme 23 días en el Cajón del Maipo, solo y aterrado ante un sinfín de rumores que aseguraban que me estaban investigando a mí y a mis padres. Muchos comentaban que yo era un ‘comunista solapado’”.
Del álbum salieron más tarde sólo mil copias, un tiraje absurdo para quien venía de vender 150 mil discos. Ubiergo partió a España, hastiado de la cantidad de veces que escuchó la frase “¿para qué te metes en las patas de los caballos?”. En 1981, Gloria Simonetti convertiría en éxito su versión para “Ojalá”. La cantante venía intentando hacía meses mostrar el tema por televisión, pero el único que se lo permitió fue Raúl Matas en un “Vamos a ver”. La trova cubana entraba al fin a Chile en la voz de una asumida pinochetista.
LA CANCIÓN OFICIAL
El paseo de cantantes por Televisión Nacional proveía a la dictadura de una cierta legitimación que coronó en 1977 el llamado Acto de Chacarillas. Setenta y siete famosos le prestaron entonces su rostro a Pinochet, contando cantantes como Juan Carlos Duque, Cristóbal, Juan Antonio Labra, Andrea Tessa, Roberto Viking Valdés y José Alfredo Fuentes. De las consecuencias laborales que tenía la negativa a ese u otros actos oficialistas supieron músicos diversos, como el baladista Osvaldo Díaz y Denisse, la rockera de Aguaturbia.
Lo aprendió también a punta de errores Luis Dimas. En el libro “El rey desnudo”, los periodistas Benavides y Montecino cuentan del accidentado show que debió montar el cantante para el Festival de Viña de 1977, antes del cual dos agentes le prohibieron incluir un tema del italiano Domenico Modugno. Al final de su actuación se le acercó un fan inesperado: el entonces oficial de Ejército Álvaro Corbalán, con quien forjó desde entonces una amistad constante que beneficiaría los contratos laborales del artista a la vez que las ansias de espectáculo del uniformado.
La relación con Corbalán sería a la larga un camino sin retorno para Dimas, quien en 1987 terminaría accediendo a firmar el acta de militancia de Avanzada Nacional y se convertiría en número fijo de varias giras nacionales de Pinochet. Pero la feble convicción ideológica de Dimas le impedía un compromiso incondicional. Su homenaje a Ricardo García (el ex locutor radial y fundador de Alerce) durante un “Festival de la Una” fue el inicio de un quiebre oficializado poco antes del plebiscito de 1988, cuando el cantante rechazó un contrato millonario para participar en un acto de campaña del ‘Sí’. No faltarían nombres para reemplazarlo. Aunque hoy parezca que los músicos pinochetistas son una rareza, hace menos de veinte años no costaba encontrar a quien quisiera plantarse al frente de esa mirada recién apagada y entonarle con convicción los versos de “El rey”.